top of page
Foto del escritorLarry Montenegro Baena

Narrativas de la Fogata

Actualizado: 14 abr




Narrativas de la fogata (2011)

 

Esta es una pequeña manta de voces hilvanadas con un horizonte de puntos que recorren las vivencias de los ninguneados frente al poder, las planicies naranjas de territorios antiguos y los murmullos hipnóticos de selvas donde anidan los saberes que han resistido a la modernidad. Los puntos y líneas no aspiran a encontrarse, sino que se consumen al fragor de la fogata para darle fuego a la palabra.


Gracias a la irrupción de las fogatas de Cherán K'eri en el año 2011, ese fuego me motivó escribir estos relatos inspirados en diferentes geografías.





Los monstruos marinos del pescador


Esa mañana despertó con un presentimiento en la boca del estómago. Recordó el sueño de anoche y se lo atribuyó a la mala pesca de los últimos días. Salió de su casa de madera rústica forrada con latas machacadas y oxidadas por el salitre, las cuales cubrían las ranuras por donde el viento alguna vez acarició su intimidad de luna almibarada. 


Bajó el barranco de piedras con estructura de peldaños cubiertos con arena maciza frente a su casa, y se dirigió a la costa a mojar su cara con agua de mar como todas las mañanas. Extendió su dedo índice derecho y patentizó el viento a su favor. Tomó las cuerdas de nylon, tiró tres señuelos resecos envueltos en la atarraya, acomodó los anzuelos junto con la manija en la proa del cayuco y limpió la arena adherida en los canaletes sobre las nasas para langostas. 


Subió nuevamente la cañada, la taza de café negro soluble ya estaba servida sobre la mesa, miró con desdén el plato de rundown que había sobrado del día anterior y le sonrió a Priscila. Una agraciada Mayangna cuya fisonomía evoca la textura cósmica de las riberas del río Wawa. Sus padres huyeron de Awas Tigni, su lugar de origen, luego de que unos colonos incendiaron su casa por un conflicto de tierras en los años 90. Conoció a Robelo en un muelle de Li Daukra, en los buenos tiempos en que él era un exitoso comerciante de langosta y aletas de tiburón. Desde ese momento la vida no les deparó mucho y sus existencias se consumieron en ese paraíso costero, con la simplicidad de dos bucaneros que naufragan adrede en su isla conquistada, en mutua complicidad y lejos del mundo.


Comió rápido, se puso su vieja gorra color rojo pálido, una camisa de propaganda electorera y salió rumbo a la costa. Arrastró el bote hacia el mar y el agua templada le recordó su miseria y monotonía de pescador artesanal de una remota comunidad Miskitu cerca de Sandy Bay Sirpi


Muchos pescadores migran al puerto de Bilwi para trabajar como buzos en empresas mestizas que extraen langosta en alta mar, incluso muchos se van más al sur a trabajar en las flotas camaroneras de corporativos transnacionales como Gulf King y Sea Service. 


La íngrima comunidad es abatida por tormentas tropicales y epidemias tropicales, donde el asistencialismo institucional brilla por su ausencia. De vez en cuando llegan políticos nacionales con discursos surrealistas que ni siquiera conocen las múltiples realidades socioculturales de esta región, pretendiendo ganarse el voto de los comunitarios, de los cuales muchos no hablan bien el español o definitivamente no lo hablan. Pero eso sí, los guardias costeros patrullan esas aguas religiosamente abusando de su poder, con el subterfugio subliminal de la “seguridad nacional” y toda esa parafernalia discursiva del paternalismo estatal. 


Robelo suspiró como esperando la compasión del mar y emprendió la cruzada contra las dulces olas de su laguna azul, en la misma donde hacía muchas lunas, encontró caracolas plateadas y perlas en los ojos de Priscila, frente al fulgor de dorados crepúsculos. 


Después de dos horas y tres peces pescados de conveniente tamaño, divisó un objeto flotando a un costado de la costa. El sol desfiguraba la proporción y forma del bulto, pero su larga vida de pescador supera toda especulación mítica de monstruos marinos. Se acercó y, tomando nerviosamente la sólida boya color azul anémico, haló con mucha fuerza equilibrando su cuerpo con los extremos laterales del cayuco y se estiró hacia el borde trasero procurando no volcarlo. Después de varios minutos de extenuante forcejeo con el cargamento, logró extraer una desmembrada atarraya y un costal roto que contenía tres envoltorios en forma de ladrillos oscuros en su interior. 


- Es una bendición de Dios- se dijo asustado y sudoroso -


Observó detenidamente el litoral y remó ágilmente hacia la orilla, arrastró el bote a tres metros sobre la arena, tomó rápidamente el saco y lo llevó a su casa.


Le indicó a Priscila que pusiera a secar el costal, la atarraya y la boya sobre el techo de zinc corroído de la casa para quemarlas después. Tomó una cáscara de coco afilado e hizo un fino corte sobre uno de los paquetes cubiertos con hule compactado. A pesar de la húmeda consistencia láctea; una avalancha de polvo irresistiblemente blanco se desbordó sobre la mesa, azuzado por un viento fortuito que entró por la ventana, cual advertencia o bendición divina. 


Probó el contenido y sintió que su lengua se dormía. Lo echó en una bolsa plástica junto con los otros dos paquetes y con una macana picó la tierra en el interior de la casa y los enterró en un hueco cubriéndolo con tierra y arena. 


Pasaron tres meses de emoción y ansiedad, prometiéndole a Priscila de ocho meses de embarazo, recuperar las tierras de sus padres y construirle una casa al mejor estilo de las nuevas fachadas con antena direct TV que aparecen de la nada en las comunidades cercanas. Pero una mañana regresando de la faena, mientras acariciaba su ensueño de comprarse una lancha de motor, escuchó a su mujer llorar y a dos hombres vociferar insultos en español. Rápidamente subió el barranco e inmediatamente lo detuvieron dos oficiales, uno de la fuerza naval y un miembro del ejército nacional, cada uno con regios colores en sus respectivos uniformes y sus arrogantes insignias. 


Uno de ellos, el de uniforme colorado y de gafas oscuras lo empujó 

- ¡desenterrá esa mierda! - le gritó, mientras se quitaba sus ray-ban que desentonaba con su porte tropical. 


El otro, el del ejército, forcejeaba con Priscila, ya que ella no se dejaba manosear sus tiritantes senos prenatales y se resistía ser esposada. 


Entre amenazas lo hicieron exhumar sus doradas quimeras. Todo había terminado, no había remota posibilidad de consumar lo atesorado durante tanto tiempo, como la esperanza de los oprimidos al esfumarse como la espuma de la última marea.


Lo esposaron, lo subieron a una lancha rápida, similar a una de esas que le confisca la guardia costera a los narcotraficantes durante religiosas persecuciones en alta mar. Estaba equipada con tres motores fuera de borda, de aproximadamente 250 caballos de fuerza. Robelo suspiró al ver como esa colosal lancha color blanco hueso, en la que abordó rumbo a un destino mítico, se distanciaba con suma velocidad de su barranco, como viajando sobre un sueño borroso, donde lo anhelado se confunde con el martirio. Un martirio de monstruosas dimensiones, de tentaciones bestiales, de seductores sueños que se menguan por el reflejo cálido de la realidad. Una realidad pintada en el horizonte, como latente recordatorio a todos aquellos pescadores que reniegan de sus monstruosos designios.


Lo confinaron a dos años de prisión por contener sustancias ilícitas, pero la condena se redujo a once meses porque el juicio no fue en su lengua nativa. 


El día que salió de prisión el pescador artesanal Robelo Brooks, de 35 años de edad; reconoció el rostro del oficial que lo acompañó a la salida mientras éste le quitaba las esposas y le pedía que firmara un documento. Fue el mismo que lo maltrató en su propia casa y lo encarceló en una deplorable penitenciaría a muchos kilómetros lejos de su comunidad. 


Tomó la pluma, puso un garabato analfabético, y advirtió una exquisita esclava de oro en la muñeca de dicho guardia, los robustos anillos en sus dedos, una gruesa cadena con un crucifijo de plata fina, y tres dientes de oro en su sonrisa mordaz. 


Ese día recordó vivamente el sueño que tuvo aquella mañana de su desgracia, en el que su hijo de un año jugaba con prendas de oro, mientras comían monstruos marinos. 



La corazonada de Letiu


La leche expelía un halo de vapor debido a la baja temperatura matinal. Tomó un tibio sorbo de la jícara y continuó estirando las ubres de esa voluminosa vaca color café, hasta llenarla. Era kíae, la vaca favorita del Kraal de su padre, un viejo sabio que aún conservaba cincuenta y siete cabezas de ganado de las noventa que poseía. En los últimos años su padre se vio en la necesidad de vender varias vacas para poder sobrevivir, debido a la escasez de pastos frescos al sur del olímpico valle del Rift. 


Cada vez se acerca más la frontera conservacionista y las políticas de reservas protegidas de los Estados de Kenia y Tanzania, que no dan tregua a los Masái. Salvaguardar su milenaria territorialidad es un predicamento contra esta nueva embestida verde. 


Tener más ganado implica desplazarse a grandes distancias para obtener el dorado pastizal, saciar la sed del tropel en las quebradas y desde luego, esto dificulta sostener el balance del consumo de calorías para sus hijos que pastorean y para todo el grupo familiar. 


Letiu es resiliente, es el menor de todos y por ello aún no recibe la debida iniciación para ser guerrero. Primero debe demostrar su destreza en el cuido del ganado, tal como dice su padre.


Muy temprano abre el Kraal bordeado con palos espinosos que protegen a la comunidad de los depredadores y saca al ganado en dirección a la inmensa llanura que se desnuda bajo el incipiente sol, produciendo un efecto entre naranja y rojizo en los abiertos márgenes del territorio, donde la fragmentada floresta advierte taciturnas distancias entre cada árbol, matorral y plantío de la sabana. Es una larga peregrinación que empieza desde el anuncio del sol hasta su ocaso. 


El cotidiano olor a estiércol seco de las vacas que cubre todas y cada una de las paredes de la casa, y el penetrante olor a cuero curtido se ausentará por varias horas de su olfato hasta su regreso.


Letiu desea superar pronto la pubertad y ser un guerrero como sus hermanos mayores. Usa su vara de acacia cual fuese una lanza, mientras le canta al rebaño que se desplaza en una cadencia casi fúnebre.


Su aspecto esbelto y alargado le permite observar los movimientos de la manada desde varios ángulos y se desliza sigiloso entre sus pezuñas y cuernos cuando el rebaño se amontona. Varias horas después encuentra un arroyo seco con pequeños oasis de agua turbia color café, dispersos a lo largo de varios metros. 


Como buen conocedor de su ganado, sabe que no se moverán del área mientras él busca su merienda entre una tupida arboleda. Letiu se interna entre unos floridos árboles rodeados por arbustos de acacia mientras sus labios silban una singular melodía.


Después de varios minutos de silbar su afinado pitido de pájaro indicador, obtuvo un buen resultado, ya que entre unos ramales se escucha la contestación de un indicador grande con aspecto grisáceo, dorso negro y robusto pico. El indicador vuela de rama en rama con el típico canto del sígueme. Es un canto especial que los Masái conocen muy bien. Es inconfundible.


Letiu se emociona. Toma dos piedras pequeñas de río y sobre una piedra ancha postrada sobre la ribera del riachuelo, coloca residuos de acacia seca para prenderlas. La sopla insistentemente para avivar el fuego y azuzar suficiente humo. Esa es la única manera de ahuyentar a las abejas, ya que el denso humo las apacigua.


Las abejas de esta región de África oriental tienen la fama de ser muy agresivas y por eso Letiu no duda en ahumarse el cuerpo y su túnica con el tizón, mientras el pájaro indicador continúa su recorrido con la misma melodía, procurando que Letiu no lo pierda de vista. Acto seguido, se detiene en un árbol de pocos metros de alto y le indica con otro silbido de sonoridad más aguda, que ya llegaron a la codiciada miel.


Esta es una simbiosis ancestral que alcanzaron estas aves con los Masái de las accidentadas llanuras del África oriental. Una compenetración fauna-humana, de armoniosa cooperación, que difícilmente la conseguiría un individuo moderno de las ciudades. Pero estas maravillosas sutilezas entre la naturaleza humana y no humana, entre otras costumbres de mayor relevancia; tradiciones, ritos y simbolizaciones de la cosmovisión de estas tribus, como por ejemplo, la construcción cosmogónica que gira alrededor del preciado ganado, han ido desapareciendo con el arribo doctrinal de los misioneros evangélicos.


Letiu sube con su vara humeante al árbol, se agarra ágilmente con su mano derecha, mientras con la otra apenas logra rasgar la corteza, debido al humeante bastón que sostiene con esta. Sus largas piernas abrazan tenazmente la porosa corteza del tronco, sobre la que se encuentran adheridas pequeñas ramas muertas que le sirven de soporte. Sus largos pies se aferran, pero resbalan a cada intento. 


Al fin alcanzó un hueco de varios centímetros de profundidad en cuyo interior se encuentra la colmena y, desde su superficie real, un ejército de energúmenas abejas africanas embiste contra su cara, brazos y espalda, adhiriéndose como botones a su colorida indumentaria.


Letiu no se rinde a pesar de las picaduras del enjambre y logra extraer de la colmena un suculento panal atiborrado de miel. Pero justo antes de bajar del árbol, de soslayo advirtió una imponente hilera de turbinas eólicas a medio construir, en cuya base se desplazan tractores paleros y vehículos mezcladores. 


Lo que fue un exuberante valle poblado de pastos y quebradas, hoy es una incipiente central eólica que amenaza con devorar ancestrales formas de vida de los Masái. La tierra pastoril comunal cada vez disminuye por el avance de las turbinas eólicas, aunado a la reubicación estratégica de sus casas tradicionales -que los aleja de sus ríos sagrados- con la excusa de que en los nuevos reasentamientos serán mejor vistos por los tours de safaris humanos, que reditúan a un puñado empresas turísticas de Kenia y Tanzania.


Con un aerodinámico salto, bajó del árbol y colocó un trozo del panal con cera, larvas y abejas moribundas sobre una roca, reservadas para el pájaro guía. Esa es la recompensa por su labor. 


Se sacudió y se dirigió a la quebrada donde dejó su tropel rumiante, pero con una corazonada en el pecho. Letiu suspira al pensar que muy pronto se convertirá en un guerrero. Sonríe con una meliflua bocanada. 


Al declinar el sol, mientras baja la temperatura y el fulgor amarillo del crepúsculo se luce sobre esa tierra rojiza de la gran llanura, entre una polvareda que parece levantar esquirlas de bauxita o cualquier mineral codiciado por el hombre civilizado; se vislumbra la silueta alargada de Letiu con su holgada túnica, andando ensimismado entre el dadivoso ganado, frente a esa menguada bola amarilla bajando en el poniente.



La niña Asháninka que retó a la Pakitza


Todas las mañanas me levanto antes que el sol entre por los orificios de los palos de bambú, pues no me gusta que su brillo se postre en mi cara. Siempre despierto en la estera que está justo debajo de una ranura en el techo de paja. Por más que me acueste de lado derecho del emponado, termino siempre en el centro donde entra sigiloso un rayito que pellizca la comisura de mis ojos.  Mis padres dicen que tengo malos sueños y me arrastro siempre al mismo lugar en la madrugada. No sé si sea por las pesadillas que me acechan en la noche, donde aparezco jugando con el agua de una ribera del cañón Pakitzapango, abajito de nuestro río Ene y de pronto veo reflejada al gran Pakitza detrás de mí con su enorme pico medio abierto mostrando su delgada lengua color rojo, tan rojo como la tinta de las semillas de urucum que siempre uso para pintarme la cara.


El Sheripiari dice que sólo son sueños de niños inquietos y me da una sobada en la cabeza alborotándome el cabello, mientras se ríe y su embriagante olor a piarentsi me pica la nariz. ¡Cómo me molesta que se rían!


Mis padres creen que juego mucho con mi loro y por eso tengo esos sueños. Me prohibieron lleverlo al río; al principio renegué, pero finalmente me permitieron ir con mi hermano mayor a pescar. Aunque claro, cada vez que viajo al río me da tristeza porque mi loro disfrutaba mucho del paseo en canoa; me encantaba oír cómo hablaba con sus parientes ocultos entre los árboles de cedro y caoba a ambos lados del río y él respondía con su típico canto grave.


Creo que mi loro es especial, algún día lo dejaré ir definitivamente para que se reúna con sus amigas guacamayas y lapas verdes.


Generalmente me levanto temprano y espero que mi hermano vaya al Ene a pescar palometas, con suerte encontremos algún hermoso bagre para toda la familia. ¡Mmm, es delicioso con mandioca asada!


Mi mamá dice que debo aprender a cultivar la chacra, recolectar caniris, yacón, sachapa, cocinar y abastecer la casa con agua como todas las niñas de la comunidad. Aunque para mí eso es muy aburrido, prefiero despertar antes del amanecer, sacudirme la cushma de las fibras de pona, doblar mi manta negra de tocuyo que me cubre del sol, sujetar bien mi colorida pulsera de hilo, ponerme mis collares de semillas y por supuesto, preparar mi rojísima masa de achiote con mi caña para pintarme la cara con mi palito de guayabo. Hay días que prefiero tres o cuatro puntos cruzados desde la nariz hacia mis mejillas, otras veces me hago cuatro rayitas superpuestas desde mis ojeras hacia el mentón, pero mi favorita son las dos rayas gruesas de media luna con dos figuras de mariposas entre medio. 


Me gusta mucho ir al río así, pero cuando me niegan el permiso, me despinto las mariposas aunque me regañen.


Mi hermano se tarda mucho en arreglarse, se levanta pereceando con su truza de futbolista o al menos eso me dijo una amiga mía de la escuela, que así le llaman a esos calzones de hombres, ya que ella visita a sus primos en una comunidad más arriba del río Tambo, donde tienen una cancha de fútbol y ven los partidos en un pequeño televisor con una gran batería importada de Lima. Mi hermano se arregla el cabello con su peine de varillas de bambú tallado por él mismo, echa su cuchillo en su barato y se coloca su corona con una pluma de guacamaya.


Creo que hoy buscaremos peces corriente abajo. Mi hermano tiene listo un ramo de raíces cube para regarla en algún arroyo del Ene, aunque lleva sus anzuelos enrollados dentro de su bolso de algodón, el cual nunca me deja usar.


Me gusta contemplar el cañón Pakitzpango, ver sus pronunciadas quebradas revelándonos todos los misterios de las águilas que recojen las almas de los Asháninkas cuando mueren. También los secretos de la gran Pakitza, aunque me aterrorice en los sueños. Siempre me pregunto ¿en qué costado del río estuvo su cueva? o si ¿aún vive y come carne humana?, mi hermano rema despreocupado con su vara escuchando el murmullo matinal de la selva y la jarana de los pájaros, el repique de los chamanto en los troncos huecos de los árboles y los alaridos de los monos advirtiendo nuestro paso, mientras las sagradas tsompari cruzan volando el río y de pronto en la ribera alguna parari dándose zambullidas para quitarse el calor, las cuales, sin saberlo, podrían despertar a los temibles espíritus katsiboreri, o peor aún a los amimiro. Me orino de miedo en mi cushma, pero mejor me tranquilizo porque mi hermano se enojaría mucho si le digo algo, no me dejaría venir la próxima vez. 


Menos mal él no es un cazador o kobintsari, porque si no, juro que no lo acompañaría nunca. ¡Uuh, qué miedo!


Mi hermano me da un manotazo por ir hablando sola, pienso que tiene miedo que se aparezca algún kiatsi convertida en mujer y pretenda seducirlo en alguna ribera, pero mientras vaya yo en su canoa y le acompañe en la pesca nada de eso ocurrirá. Soy una niña muy fuerte, aunque no lo crean. Pero debo admitir que me da temor la majestuosa Pakitza con sus enormes alas y su terrorífico pico, pues, muchas veces he soñado que coloca enormes rocas entre los acantilados del cañón provocando inundaciones en nuestras aldeas, destruyendo nuestros cultivos y matándonos de hambre y enfermedades. 


Podrán pensar que soy una niña loca con muchas fantasías, como dicen mis primas y mis padres, pero de verdad que lo he soñado como si fuese real, tal como se los cuento ahorita. Hasta escalofríos me da.


Una vez soñé que la Pakitza enviaba a sus crías más grandes a picotear los cuerpos de muchos de mis hermanos Asháninkas, y los lanzaba más adentro de la selva para quedarse ella solita con nuestro Pakitzapango, y así construir su enorme nido empedrado en medio para alimentar a sus pichones con los ricos peces y la dulce agua de nuestros ríos.  Por cierto, ¿saben que significa nuestro nombre, Asháninka? Significa, “mi gente” o “mi pueblo”, sí, eso somos, y somos muchos, por eso nunca nos dejaremos quitar nuestro río Ene ni nuestro sagrado cañón Pakitzapango de la Pakitza que se esconde detrás de esas rocas milenarias.


Sépanlo, que si esa malvada águila regresa como se murmura en las noticias de los blancos, yo seré la primera en enfrentarla con las flechas y la jabalina de mi hermano. Sí, así como me oyen.



El espíritu guerrero del Garífuna


Lo miró dulcemente desde la mesa del comedor de madera cubierto con un raído y rugoso mantel de cuadros verdes y rojos. Los cuadros rojos del bordado se confundían con pequeñas manchas de sangre animal coagulada y embestida por un par de moscas moribundas. El calor ya empezaba a evaporarse, se podía notar el vaho matinal disiparse entre las palmas secas de coco, fuertemente forradas en los postes del cuadrilátero de la choza. Retiró el huacal que contenía sangre de gallo y unas gotas cayeron sobre una concha de caracol semi envuelto en unas hojas de plátano contiguo a una botella de ron. El olor a carne cruda revolvían el estómago tras una vigilia extenuante, como en una olímpica resaca contenida en un ayuno milenario.


– Ya llegó la hora - pensó y suspiró como quien siente la llegada de un ánima de la muerte.


El día anterior y por segunda noche consecutiva, se hizo el ritual del walla-gallo por la salud de su padre, pero el destino se apresuró y venció a las plegarias, ritos y cantos de sus semejantes en la comunidad de Orinoco, una recóndita comuna Garifuna ubicada en las cercanías de la prodigiosa y mística reserva de Wawashan. Su padre era un reconocido Sukia (Buyai). Se cree que él logró descifrar los secretos de las humaredas que brotan en un lugar secreto de la reserva. Nadie sabe a ciencia cierta si el lugar es un pulmón de la tierra que emana gases desde sus entrañas. Lo cierto es que la zona es increíblemente fértil y se encuentra atiborrada de árboles de almendro atestados de bejucos y bromelias.


Se acercó al catre donde estaba postrado, colocó un trozo de bahami en un plato de barro que estaba sobre un tambor, le tomó la mano y los ojos moribundos de su padre le intentaban decir algo. - No digas nada papá - pensó. Sollozó desconsoladamente sobre el pecho languidecido de su padre. No convertirse en Buyai era una culpa que arrastró durante muchas lunas.


El padre le apretó la mano con mucho esfuerzo - Hijo, vos no ibas a ser Buyai - dijo - ese no era tu destino. Ahora comprendo todo, tu espíritu indomable tiene un propósito muy especial para tu pueblo - tosió fuerte, como si quisiera descargar la vida en un funesto carraspeo. Se detuvo para tomar aire y continuó - vos vas a ser el árbol más alto de estas tierras y tus frutos serán seguidos por muchos pueblos con nuestra sangre y por otros pueblos hermanos…


Robert Zenón Vicent, hijo mayor de una numerosa familia de once hermanos, no comprendió las enigmáticas palabras que su padre quizo transmitirle esa mañana mientras expiraba. Acurrucó el rostro negro y arrugado de su progenitor sobre sus muslos y le cerró tiernamente los ojos.


Una mañana, luego de cosechar yucas, quequiques, plátanos y ordeñar la vaca que le heredó, se fue selva adentro a recolectar ibos y ciertas frutas silvestres, como tradicionalmente lo hacen los comunarios de la zona. Tomó un descanso y mientras se bañaba e intentaba pescar algunos crustáceos en un manglar cercano, escuchó el eco de unos hachazos repicar a pocos kilómetros. Hizo caso omiso y se zambulló nuevamente en el arroyo cuyo fondo verdoso se regocijaba con el fulgor del sol. Pocos metros abajo, el bentos nutrido parece proliferar a medida que la incipiente eutrofización provocada por hierbicidas vertidos altera todo el hábitat del río. Ahora Robert pesca con mayor dificultad debido a la desaparición gradual de sardinas y cangrejos de río. El incremento de las algas opacó las diáfanas corrientes en las que Robert recuerda insaciables inmersiones pueriles. 


Al salir a la ribera, tomó el saco deshilachado con su acopio lótico y escuchó el sonido de unas motocierras y el progresivo retumbo de árboles cayendo implacablemente que hacían estremecer la hojarasca poblada de hepáticas, líquenes y musgo. Ecos silvestres amalgamados con hirientes ronroneos de muerte se diseminaban en suave cadencia entre el murmullo cansado de la selva. 


Corrió y siguió el estruendoso sonido. Se arrinconó y camufló tras el follaje de unos helechos y hojas de filodendros y furtivamente divisó a tres campesinos forasteros talando varios árboles. Cada uno ya había tumbado por lo menos dos o tres y a pocos metros una inmensa humareda empezaba a elevarse con sorprendente rapidez. Tala y quema. Sierra e incineración de la madre naturaleza. Mancuerna indisoluble del capital agropecuario.  


Tomó su saco aún húmedo y regresó corriendo entre una trocha que recorrió alguna vez con su padre cuando era un crío. La maleza ya había devorado gran parte de los sinuosos senderos cobijados por la sombra de imponentes almendros que retorcían sus ramales plagados de hiedras suicidas al borde de rozar el detritus del suelo.  Reconoció un claro entre la arboleda y bordeó una sinuosa ribera donde robustas raíces atestadas de micelios se entreven en el sustrato erosionado por las corrientes del venero de un río moribundo que en invierno su caudaloso ímpetu no perdona ni el arraigo de las piedras, pulidas de tanta paciencia. Saltó sobre un tronco atravezado para cruzar el lecho fluvial y el reflejo de su bulto sobre el agua turbia alarmó a las ranas, barqueros, efímeras, moscas, zapateros y libélulas hasta llegar jadeando a la comunidad seguido de una estela de aroma silvestre, alga lacustre, marisco fresco y adrenalina. 


Varios meses pasaron luego de lo presenciado aquella tarde y su impaciencia se hacía más y más insostenible. De súbito, el miedo de asumir su destino y liderazgo fue vencido por la imperiosa necesidad en defender las tierras que ancestralmente le pertenecen a los primeros cimarrones Garífuna que llegaron naufragando a las costas caribeñas a mediados del siglo XIX. Su sangre contenía la savia viva de aquellos esclavos rebeldes y su inminente camino comenzaba a tomar sentido, cuando un día al fin tomó la decisión y reuniendo a los comunitarios les explicó lo que sucedía a pocos kilómetros de la comunidad.


Un día de abril, mientras el sol ardía sobre las aguas de los ríos semiescondidos por los ramales de las frondosas caoba y manoseaba las copas de los cedro, el madroño, las palmeras y platanales de Orinoco, decidió enfrentar a los colonos mestizos que invadieron el territorio Garifuna y el núcleo de la reserva de Wawashan.


Tras varias advertencias a los invasores, comunicados a los gobiernos regionales y solicitudes al gobierno central, bajo el amparo de las leyes de tierras comunales y de autonomía, exigía detener el avance del despale y el respeto a los derechos territoriales de su pueblo. No obstante las autoridades poco o nada hacían al respecto.


Tomó un machete y se fue acompañado con algunos miembros de la comunidad. Pasaron por el místico lugar empedrado y humeante rodeado de una irresistible arboleda. Hace algunos años, expertos nacionales e internacionales anunciaron una inspección rigurosa de la zona para determinar si bajo esa espesura de flora y piedras anida algún volcán. La preocupación de los comunitarios no era tanto la intervención de los investigadores, sino la posibilidad de que a raíz de esta el gobierno central cercernara su territorio para aislarlo y limitar el acceso a los nativos. Menos mal nunca existió mayor interés de parte de las autoridades nacionales y el misterioso lugar siguió frecuentado por los animales silvestres y el verde musgo que se postra sobre el empedrado cubierto de maleza, tal como lo encontraron sus ancestros recién llegados hacía más de un siglo atrás.


Al llegar al lugar, entre los ranchos de los campesinos, que ya tenían varios años establecidos con potreros y surcos, notó la increíble rapidez con que se establecieron en grandes extensiones del antiguo bosque. Advirtió el brutal cambio y cómo en tan pocos años esta inmensa y espesa área selvática pasó a ser un campo baldío condicionado para actividades agropecuarias.


- ¡Estas tierras son de nuestros ancestros! - Gritó abiertamente desde una trocha rompiendo el singular silencio de la selva. Quienes lo acompañaban le pedían que se ocultara entre los árboles.


Los campesinos salieron a su encuentro, y un hombre robusto, sin camisa, de tez clara, con acento chontaleño respondió abriendo sus dos brazos en señal de reto, como si se tratara del preámbulo de un duelo a muerte.


- ¡Estas tierras nos la dio el gobierno y si no te gusta andá reclamale eso a mi partido! - vociferó el colono, y entre los árboles unos zanates alzaron vuelo con el retumbo de su eco, mientras terminaba de embucharse trozos de carne que masticaba boca abierta sin el menor sigilo de perder el glamour. Chasquidos de labios y pies arrastrándose sobre la tierra rastrillada replicaba dentro de la acústica del solar bordeado con un corroído alambrado. La confrontación dilató unos segundos su inminente desenlace. La tensión aumentó como el vapor matinal. Un bochorno de adrenalina adormeció el sosiego de los presentes.  


Súbitamente salió de la casa una mujer sollozando con una cría en brazos, rogándole al hombre que entrara, pero este le hizo un ademán a un joven que lo acompañaba. El adolescente, quien era su hijo, regresó corriendo con una escopeta en mano. No se distinguía si era un rifle veintidos o una escopeta winchester. Lo alzó en posición directa al blanco sin mirilla ni reparo.


Robert decidió retirarse pero al internarse en la espesura de la selva, sintió una aguja punzante que le desgarró el pulmón derecho y recordó la dificultad con que su padre respiraba, cual estertor de un volcán moribundo. Inmediatamente, en su vahído nebuloso de tenue bocanada de humo, escuchó sus palabras enigmáticas aquella mañana en que perecía.


Robert Zenón cayó herido de muerte en los pies de un majestuoso árbol de almendro amarillo, atiborrado de trepadoras y hiedras que cohabitan con especies polinizadoras, bromelias y hermosas orquídeas arbóreas. Es el árbol más frondoso y exuberante de esa zona tropical. Desde entonces, se dice que las guacamayas y loros que anidan en su prodigiosa copa, cantan cada vez que un árbol es tumbado, aunque muchos creen que esos cantos son, en realidad, un llamado al espíritu guerrero del Garifuna.



Canción de cuna para un niño Miskitu

 

¿Papá, cuando bajabas a sacar langostas te picaban? - preguntó ingenuamente el pequeño, mientras juega con el agua luminosa a un costado de la canoa -

No, las langostas son inofensivas...  los que pican a los buzos Mískitu son otros - respondió secamente, mientras rema rumbo al muelle -


Yo también quiero ser buzo, papá - replicó sonriendo el pequeño -


Mejor ayúdale a tu mamá a subir mi silla de ruedas al muelle - dijo indiferente - mientras amarra con mucho esfuerzo la cuerda a un poste, quejándose del súbito dolor que le provoca el síndrome de descompresión.


Subieron la silla y el papá casi arrastras se incorporó en el relieve del muelle para sentarse a tientas, no sin la ayuda de la madre de su hijo, quien logró acomodarle el dorso mal enfundado.  


Hoy te vas a acostar temprano, hijo - dijo la madre, acariciándole el cabello - Mañana temprano debo ir a comprar pikins a los cayos para venderlos en Bilwi. 


Sí mamá - dijo el niño, mientras intenta graciosamente subirse a cuesta una mata de pijibayes -


Atrás quedó el amarillento fulgor del ocaso dibujando hermosas siluetas en las tranquilas aguas de la laguna Li Daukra y, a lo lejos, se mira la extendida sombra de los tres donde figura el pequeño llevando un ramo de pijibayes apoyándolo en el respaldo de la silla de ruedas.


Al fragor del crepúsculo, el murmullo de las olas orquesta un tentador canto de cuna:


♪ ♫ Dormíte hijo

mañana debo ir a conseguir pikins al puerto

y venderlos en el mercado

tu papá debe ir a sacar langostas

Dormíte hijo

Si no te dormís

los malvados empresarios no me venderán los pikins

y a tu papá le entrará aire en la sangre

Dormíte hijo

Para traerte bonitos regalos del mar

una caracola, un collar de algas y un caballito marino ♩ ♬



Los laleos civilizadores


Encendió su pipa de bambú y le dio una bocanada frente a las piedras humeantes rodeadas de cenizas esparcidas sobre un amplio plato de barro que se suspendía sostenido por unas ramas y lianas. El plato era soportado por cuatro largas hiedras atadas a las paredes revestidas con hojas de palma y corteza de árbol. Una buena porción de sagú envuelto en hojas de plátano se dora solemne al compás de un rito cuadrilátero que transfigura sigilosas esquirlas de humo que desde el interior de sus cuatro bordes sofocan las mandíbulas, cráneos y huesos de animales sagrados que cuelgan de las imbricadas  hojas de palma del techo ennegrecidas por el hollín.


Observó detenidamente la verde espesura procurando escuchar el grave eco de algún laleo, cuyos ronroneos metálicos agitan las copas de los árboles y que desde hacía un tiempo ya se habían convertido en parte del hechizante murmullo de la selva al occidente de la territorialidad papuana, actual dominio colonial de Indonesia.


El oscuro horizonte predecía un vendaval que hacía estremecer a lo lejos los caudales serpenteados de los ríos y desde el romboide de varas y tallos de rota irregularmente ligados al armazón de la puerta, aquello era tan natural como el estribillo de un canto Korowai, un sueño con Khakhua-Kumu´s o como el grueso mástil de madera de palo de hierro que eleva su choza a treinta metros desde el pantanoso suelo hasta su cúspide hogareña.


Yavo seguía fumando su pipa exhalando humo de su nariz perforada con espinas de pescados y de espinos silvestres. Su collar de dientes de jabalí y conchas de río le recordaban su origen y las múltiples quemaduras en su cuerpo lo elevan al rango de un "cocodrilo hombre," es decir, un auténtico Jefe Kolufo consagrado por sus ancestros. No obstante, ese día Yavo amaneció con un presagio que no le había dejado dormir por varias noches. Sabía que no había que preocuparse por malos espíritus y tampoco desconfiaba de los habitantes de su hogar ni de sus vecinos.


Hace dos noches soñé con un laleo devorador de árboles – dijo pausadamente mientras inhalaba el humo que mantenía cautivo en su garganta -


- Hubo silencio -


Pero sus dientes tenían la forma de la dentadura del sagrado cocodrilo – dijo al fin liberando el humo en una bocanada angustiante –


¿Quieres decir que nuestros dioses nos quieren echar de nuestro bosque? – Dijo un anciano al otro lado de la humarada que emanaba de todos los ángulos del entarimado, fijando su mirada en Yavo como invocándole un castigo. 


No – replicó Yavo –


Hubo conmoción entre los presentes en la reunión, pero ninguno dejaba de inhalar tabaco de sus respectivas pipas de bambú. Todos fumaban religiosamente mientras discutían y cavilaban el significado del sueño de Yavo. La carne de serpiente, larvas de insectos y los huevos de casuario se repartieron en un rotativo rito de liturgia doméstica sobre una enorme hoja de palma de sagú.


El retumbo de un árbol cercano a su choza súbitamente lo crispó al igual que al resto de sus congéneres apoltronados sobre el rústico piso de la choza. Tomó su arco, varias flechas, su lanza y le ordenó a los más jóvenes estar en guardia. El suspenso se apoderó de las mujeres que ya se habían refugiado en una atiborrada estancia de ese honai arbóreo junto a los niños.


Yavo, presuroso, bajó las húmedas escaleras hechas de lianas fuertemente adheridas a las dos varas de varios metros con la precisa locomoción de un antropoide de altura, hasta llegar a la base sin el menor espasmo de vértigo. Seguido por los temerarios hombres de las chozas aledañas, incorporaron sus hombros y brazos en posición de ataque ensanchandose las venas empapadas por la brisa, pero la lanza de Yavo fue la que asestó en la sien aquel laleo que sostenía en sus manos un diabólico aparato que ronroneaba, en cuya fauce parecían adheridos los dientes del sagrado cocodrilo de los Korowai. Estos laleos son los mismos que llegan con misioneros cristianos e islámicos a convencer a los Korowai de la importancia de la salvación de sus almas mediante la moderna manera de vivir en poblados hacinados como otros indígenas ya contactados (y convertidos) y no sobre las copas de los árboles. Lo cierto es que desde la ocupación de Papúa Occidental en 1963 por parte del Estado indonesio, los palos de hierro son bien cotizados por la pujante industria forestal. Las formas milenarias de vida del Korowai, así como su cultura y creencias, son consideradas una amenaza para el progreso económico y desarrollo de Indonesia. Las madereras asiáticas no dan tregua a los Korowai. Es una guerra secreta olvidada por el resto del mundo. 


El laleo cayó de bruces bajo los pies de un imponente palo de hierro cortado a la mitad sin aún ser tumbado. La motosierra - el aparato diabólico - se apagó automáticamente. Ahora sólo se escucha el dilatado caer de la brisa y el aislado crujir de animales del monte que se escabullen entre la tupida maleza.


Yavo se acercó a tientas al laleo. Era un hombre de origen indonesio que llevaba puesto un impermeable rojo. Tocó cautelosamente con su lanza el aparato y al ver que los dientes no ronroneaban, soltó un grito liberador, como si hubiese librado a su deidad sauropsida. Todos gritaron, cantaron y danzaron jubilosos en ese instante. Lo que no sospecharon es que a menos de tres kilómetros selva afuera, muy cerca del río brazza, ya estaban acercándose muchos otros laleos con excavadoras, camiones y variados aparatos demoníacos que comen árboles sagrados como el palo de hierro y otras especies nativas de la primitiva selva. 


Desde ese momento la muerte de ese laleo, que en la visión Korowai usurpó los dientes de esta importante deidad y abusivamente los colocó en su aparato, fue el principio de una lucha a muerte contra estos nuevos laleos que se convierten no solo en Khakhua-Kumu´s, sino también en ladrones de mandíbulas de dioses sagrados. 


Ordenó a las mujeres desmembrar el cráneo del resto del cuerpo del laleo. Una vez diseccionado, lo lavó y lo talló muy bien con una piedra pulida de río y lo guardó en una bolsa hecha de fibra de árbol. Esta es una costumbre muy arraigada de sus ancestros. No hacerlo es cortar la larga tradición guerrera de los Kolufos.


Esa noche Yavo soñó con laleos que portaban cráneos con temibles dientes de cocodrilo, que de vez en cuando escupían fuego. Mucho fuego.



El llanto del jefe Raoni


Cosechó el puru antes del atardecer luego de recolectar bacabamangama y tucuma de unas palmeras cercanas. Introdujo yucas, plátanos, maíz, ñames y batatas en un canasto y lo ajustó a su banda. Cortó dos hileras cortas de cupá en unos arboles del puru familiar y se dirigió corriente abajo del río Xingú, ubicado cerca del río Curua, entre el río Fresco, en dirección opuesta a las aguas del río Araguaia. Su hijo Kayire de once años, cargaba una pequeña porción de raíces de barbasco sobre sus hombros. Era invierno, las aguas habían bajado y la corriente estaba serena debido a la escasez de lluvias en los últimos meses. Colocó varas de árboles y bambú en la parte angosta de un arroyo en el costado oriente del río y las forró con bejucos. Trituraron las raíces para hacer barbacoa golpeándolas con palos sobre unas pronunciadas piedras en la ladera y lanzaron el barbasco machacado sobre el agua.


Mientras daba efecto la pesca, su hijo Kayire se retiró unos metros río arriba a nadar y jugar con los demás niños de la aldea cercana. A pesar del agua verdosa, los tenues rayos del atardecer destellaban finos hilos luminosos sobre los cuerpos trigueños de los niños, que entre zambullidas y risas, se mimetizan con el suave relieve del río. 


El Xingú no sólo es la vida de los Kayapó, es su fuente de identidad, pertenencia y futuro de los seres humanos, animales y plantas que ahí armonizan sus raíces como un todo. Un catalizador de vidas que dependen unos de otros para subsistir, un equilibrio cósmico indisoluble.


Luego de varios minutos, ante el agua pigmentada de color pálido, brotaron los peces en un apocalíptico espectáculo fluvial.


Recogieron una considerable cantidad de Jaraquí que salían espectralmente del lecho lótico, los colocaron en una canasta y se abrieron paso entre la maleza que evaporaba sobrecogedoramente esquirlas de humedad, rumbo a una extendida aldea en las tierras bajas de Mato Grosso y Pará, sobre la planicie central de Brasil, tierras y ríos dominios del Xingú y sagrada territorialidad de los Kayapó. 


Papá, cuéntame la historia del guerrero Bep-Kororoti – dijo Kayire, sosteniendo uno de los canastos abarrotado de peces que escurría agua sobre su dorso desnudo –


El padre, con sus pintorescos brazaletes de algodón y coloridos collares, hizo señal de silencio divisando hacia la copa de unos arboles, puso el canasto sobre el suelo, tomó su arco serenamente, embarró de barbasco la punta de una flecha y moviendo sigilosamente sus extremidades, asestó con sobria puntería a un churuco silvestre que saboreaba el corazón de una bromelia tierna en las ramas de un samauma. Luego del estridente revoloteo de un par de águilas arpías y unos loros, el churuco cayó solemnemente entre las ramas. Colocó el mono en el canasto y continuaron. 


Papá - replicó nuevamente Kayire - ¿Me vas a contar la historia de Bep-Kororoti vestido con su bo y su poderoso cop?


Cuando nuestro pueblo vivía muy lejos detrás de la cordillera - Pukato-Ti...


 - Comenzó a relatar amenamente el padre mientras se alejan entre los árboles y su voz se hace más lejana bajo el embriagante murmullo de la selva, la brisa y la caudalosa corriente del río -


...El Sol, cansado se recostó sobre el césped detrás del monte y Mem-Baba, el descubridor de todas las cosas, cubrió el cielo con su manto bordado de estrellas. Cuando cae una estrella, Memi-Keniti cruza el cielo, la recoge y la vuelve a colocar en su sitio. Un día, llegó a la aldea un visitante desconocido; se llamaba Bep-Kororoti y venía de la cordillera del Pukato-Ti. Vestía un "bo" que lo cubría de pies a cabeza. En la mano portaba un "cop", [arma que lanzaba rayos]. Todos los de la aldea huyeron al monte aterrorizados, los hombres corrieron a proteger a mujeres y niños y algunos intentaron rechazar al intruso, pero sus armas eran insuficientes; cada vez que con ellas tocaban a Bep-Kororoti, caían inmediatamente derribados. El guerrero venido del cosmos se divertía al ver la fragilidad de sus adversarios. A fin de darles una demostración de su fuerza, alzó su "cop" y, apuntando sucesivamente a un árbol y una piedra, destruyó ambos. Todos comprendieron que Bep-Kororoti había querido demostrarles que no había venido a hacer la guerra (...)


El atardecer caía sobre los arboles de nuez, los tupidos castanheiras; guaranás, seringueiras, los robustos arboles de piranheiras, los frondosos cedros; caobas, pumaquiros, los fuertes acariquaras, los pororocas y los soberbios árboles de ipé, iatobas, sucupiras y jacarandas. También sobre extendidas palmeras burutis, jauaris, tucumas y pupunhas. El canto de los grillos, guacamayas, papagayos, ciganas, araras y anambé rompían la irresistible barrera del etéreo verde amazónico anunciando una desgarradora lluvia que empezaba a gotear sobre la altura de la exuberante arboleda. Las ramas, hojas y bromelias dilataban las gotas produciendo un hechizante rumor en la selva.


Eran las lágrimas desconsoladas del jefe Raoni de la tribu Kayapó, inundando - cual vendaval indignado que dilata gota a gota su furia - los pantanosos suelos, riberas y afluentes del sagrado río Xingú. 


¿Ahora dónde nadarán nuestros niños Kayapó? - Solloza el Jefe.



El grito del Garimpeiro


Filas indias de cientos de Garimpeiros que cargan a cuestas costales repletos de barro con minerales, suben sobre rústicas escaleras hechas de varas improvisadas que se tambalean por el peso, mientras otros, con costales vacíos y húmedos, bajan por pendientes de tierra en espiral procesión, rumbo al hueco del dolor.


Desde la cúspide, donde Marcelo acostumbra comer casaba cocida y carne pellejuda de cebú ahumado, se pueden ver varios uniformados que patrullan en circular cadencia, apuntando con inercia sus rifles, como si fuese la rutina coactiva mejor pagada por un sistema semiesclavista. Las puntas de sus fusiles apuntan sinuosos contra aquellos hombres empapados de barro, sudor y desventuras que suben y bajan, semejando un dantesco paisaje, en ese distópico lugar conocido como Serra Pelada.


El calor amazónico aumenta, y su lodosa camisa transpira el agrio sabor de sus verdades.


Su abuelo paterno era socio de una garimpa en los años de gloria, durante la fiebre de oro en los años cincuenta y sesenta. El viejo Vinicio tenía su propia máquina hidráulica y empleaba a varios garimpeiros en la extracción del dorado aluvión. 


Muerto por intoxicación al quedarse dormido totalmente ebrio en su tenderete de fundición al inhalar altas dosis de vapor de mercurio, Vinicio perdió, además de su vida, el derecho de asociación. Así es que el padre de Marcelo heredó de su madre únicamente las creencias del Candomblé y la Umbanda: una síntesis de ritos, magia y misticismo traídos por los esclavos africanos. Ella era una negra proveniente de familias dedicadas a estas prácticas religiosas en los morros de Rocinha, una poblada favela al sur de Río de Janeiro. 


De su padre heredó el sabio conocimiento de la minería artesanal, pero desafortunadamente no la legalidad empresarial, por lo que el legado de Marcelo fue ser un triste creyente buscador de piedras preciosas. La alquimia genuina de la miseria y la dignidad.


A sus 15 años trabajó de vez en cuando como arreador de ganado cebú y cría de vacuno, donde ganaba menos del salario mínimo de un jornalero en las fazendas dispersas en todo el estado de Pará. 


En una ocasión, mientras estaba en el establo, reclamó a su patrón por el ridículo pago de una jornada y este, sin reparo, le apuntó con su escopeta Winchester. Marcelo, con el corazón de fuera pero con nervios de acero, como en un vahído similar al de un sueño del que despierta súbitamente con el alma a mil años luz, movió su mano izquierda con precisión de jinete y le quitó la escopeta a su explotador. Acto seguido, le apuntó en la sien y, oprimiendo el gatillo, cobró su sueldo.


Desde ese momento huyó al norte de Brasil, frontera con Venezuela, para trabajar en las quebradas donde aprendió con su padre el ilegal arte de la minería artesanal. Trabajó mucho tiempo como ayudante de pequeñas garimpas paracaídas que llegaban desde todos los rincones del país y en 1980, a sus 25 años, migró cual cazador de fortunas, a los asentamientos de Serra Pelada para trabajar en esta colosal montaña rica en oro aluvial convertida, en tan pocos años, en un olímpico hueco.


Su robusto cuerpo negro intimidaba a los policías cuando este pasaba temerariamente golpeando con su costal las puntas de sus rifles, sin el menor signo de espasmo. Además, solía mirarlos con sus desafiantes ojos, cual temibles botones fundidos en cianuro que figuran dos partículas de oro al rojo vivo.


Colocó el endeble plato de plástico rojo con puntiagudas quemadas en sus orillas, tomó un trozo de periódico postrado bajo sus zapatos de cuero pútrido y, con esfuerzo analfabético, descifró las siglas CVRD. Sabía que el aumento de la presencia policial no era casual y, aunque varios de sus compañeros planean tomarse el mega-puente construido sobre el río Tocantins, para exigir la expulsión de la compañía minera, él tiene claro que el abuso de los militares incrementará.


Estos últimos, desde hacía un tiempo, en complicidad con las autoridades del gobierno y la minera, revisan violentamente a los trabajadores luego de las jornadas, presionando a los Garimpeiros para que les entreguen parte del producto obtenido en los tenderetes donde se funde el oro. Los policías extorsionan, torturan e incluso violan a quienes ellos acusan de ladrones. 


La tensión aumenta y, contrario a lo que algunos dirigentes piensan, la situación no cambiará. 


En las noches Marcelo los escucha en silencio. Asiste a las reuniones clandestinas en los campamentos, pero está reticente. Entre algunas de las demandas del emergente movimiento sindical, es pedir mayor presencia del gobierno para que les cedan mayores derechos en la extracción y así profundizar la explotación y distribución sin intermediarios.


Aunque Marcelo está consciente que ese objetivo de la lucha gremial es formal, él ya inició una alternativa anárquica de resistencia. 


Desde hacía algunos años, Marcelo realiza acciones clandestinas que consisten, básicamente, en robar oro en bruto. Con el alijo en sus manos evitan que la corporación minera acapare toda la extracción, lo que favorece una equitativa negociación desde dentro y fuera del área, en un contrabando cooperativo bien organizado y a menor escala.


Una noche, luego de extraer vetas de oro de las bodegas de la compañía Valle do Rio Doce, junto a otros Garimpeiros; fue visto por policías que patrullan el único camino polvoriento que conduce a la ciudad de Curionópolis. 


A la mañana siguiente se levantó temprano, como de costumbre, de unos troncos cubiertos con trapos mohosos que sirven de cama. Salió de unos metros de ásperas tablas a medio clavar, recubiertas con plástico negro, para estirarse y enjuagarse la cara. Recordó que desde que llegó a la Serra Pelada, comparte ese espacio con más de cuarenta Garimpeiros. 


Terminó de enjuagarse y advirtió el cielo gris. Se persigna y le reza a Oxalá y Oxúm.


Al fragor de la faena, en una inclinada superficie que bordea la mina, un policía lo detuvo, sin bajar su fusil. Marcelo, como recobrando un viejo eco de su ira emancipadora, sujetó cual mártir el fusil del policía y soltó el primer grito indignado de los Garimpeiros.



Jigie, un niño Nukak 


Joyeik sobrevivió a la esclavitud en las siembras clandestinas de coca cerca del río Guaviare a inicios de la década de 1980. Era un niño de apenas diez años cuando unos colonos armados lo raptaron de los brazos de su madre, una  mañana soleada mientras pescaban payaras con veneno de núun en las corrientes oscuras del río Inírida. Nunca olvidó el enigma que le produjo el color verde camuflado del uniforme de su raptor, ni el paralizante miedo que le infundió el fusil M-16 y AK-45 que apuntó fríamente a los pechos desnudos de sus padres. Su fuga, un año después, fue gracias a que los Nukaks, cansados de perder a sus hijos mediante frecuentes secuestros infligidos por los colonos, también comenzaron a recuperarlos "robándolos" de sus campamentos en las profundidades de la selva.


Estos colonos fueron depredadores de madera preciosa y ganaderos ilegales que gradualmente ssucumbieron al oficio del cultivo de coca. Poco a poco multiplicaron sus cosechas y sirvieron al engranaje de la producción de cocaína en alianza con grupos guerrilleros de corte izquierdista y paramilitares de derecha, indistintamente. 


Las divisiones ideológicas y políticas de estos bandos y la ambición por el control del sangriento recurso, nada tiene que ver con los Nukaks. Pero, por desgracia, a los Nukaks les tocó nacer en medio de una tierra maldecida por una lucha ajena a sus formas de vida. Sin embargo, los Nukaks interpretan este conflicto como el arribo de malos espíritus encarnados en cuerpos de hombres blancos que han llegado a atormentarlos por un tiempo, pero que pronto se irán de este mundo. 


Hoy Jigie tiene la misma edad que su padre cuando aquella dolorosa mañana miró cómo se desangraba su cuerpo, que junto al de su madre, fueron tirados al río. Fue tanta la sangre que la corriente del río se tornó rojo-oscuro, mientras él era arrastrado a las profundidades del dolor. 


A pesar de ser tan joven, Jigie ya domina el arte de la caza, la pesca y la recolección. Pronto será un experto cazador de pecarí porque tiene una puntería precisa con la jabalina hecha de palma zacona y prepara muy bien el metódico manyi para la cerbatana, con la que caza los codiciados saimirís y paujiles.


Una mañana al fragor del embrujante susurro de la selva tropical, mientras las gotas del rocío se deslizan suavemente entre las hojas y el repique de los grillos satura un tercio de la jungla; Joyeik le enseña a su hijo Jigie la forma tradicional de extraer miel de unas waná y la dulce resina de mubahuat, cultivadas en su huerta. 


La chagra queda a pocos kilómetros de su wopyi, pero para llegar a este deben caminar sigilosamente sobre la orilla de las trochas devoradas por la selva, para no pisar minas terrestres que religiosamente colocan los comandos de la muerte. 


Luego de sacar una generosa porción de miel, Joyeik advierte a lo lejos a unos militares movilizarse entre la maleza e inmediatamente reconoce el tono verde pixelado de sus uniformes porque hace pocos años, estos mismos intentaron reasentar a su pueblo en un campamento creado por el Ejército. Este suceso se dio a raíz de una de las tantas masacres perpetradas por los escuadrones que se disputan el territorio de los Nukaks por ser estratégico para la siembra de coca.


Cuando los Nukaks se resisten a abandonar la selva, los uniformados llegan y queman sus wopyi, destruyen sus huertos, violan a sus mujeres y los obligan a salir de las esporádicas zonas donde ellos siempre han habitado mediante extendidas rotaciones que favorecen la regeneración de la selva. Los Nukak-Makú son uno de los últimos pueblos nómadas de la selva amazónica.


Contra todo pronóstico, Joyeik y su familia regresa a la selva, pues, asegura que sus antepasados aún rondan ese gran espacio de la floresta, conviven con ellos y son ellos quienes se encargan de controlar las acciones de otros espíritus llamados nemep, quienes hacen daño cuando están de mal humor. Pero hasta los espíritus de sus antepasados y los propios Nukaks se sienten protegidos por los buenos espíritus llamados bak müñu, quienes siempre les ayudan a conseguir alimentos; les indican las buenas tierras para sembrar los ñames, mafafas, batatas, mandioca, ucuye, el tabaco para fumar en las ceremonias denominadas entiwat, el carayurú para pintarse los rostros y la caña brava para hacer sus armas de caza. Les dicen dónde pueden cazar caimanes, tortugas y pescar los dormilones, bagres y pirañas para fabricar cuchillos con sus afilados dientes.


-¿Papá? – preguntó afligido Jigie, mientras baja de una palmera aferrándose a la imbricada corteza con sus manos y pies – ¿Por qué esos hombres se pintan con colores de la selva y nos atemorizan tanto con sus ruidosos dardos?


-No lo sé, dijo Joyeik, viendo entre unos arbustos para asegurarse que los militares ya no ronden la zona -


Joyeik abrazó a su hijo al verlo tan triste, le miró tiernamente a los ojos y le quitó una lágrima que diluía una raya roja pintada en su mejilla con tinta de carayurú.


Hace muchas lunas, los espíritus Takueyí – dijo Joyeik, acariciando el cabello de su crío– se cansaron de lanzar dardos de enfermedades desde hea (el mundo de los espíritus) y no bastándoles decidieron bajar a jee (el mundo de los vivos) vestidos con el color de la selva para confundirse entre la agreste vegetación y hacernos creer que ellos son los bak müñu


Desde ese momento pretenden asustarnos con sus dardos plagados de enfermedades, pero los verdaderos bak müñu nos siguen ayudando a curarnos y a encontrar nuestros alimentos. 


Los Takueyí han poseído los cuerpos de esos hombres uniformados, pero los bak müñu también han hecho lo mismo para poder enfrentarlos y así acabar con ellos lo antes posible. Pero como ambos son espíritus que cambian de cuerpos sin distingo de uniformes ni de colores, se embarullan entre ellos en una guerra muy confusa. Muchas veces ni nosotros podemos diferenciarlos. Es por eso que tú no podrías entenderlo con facilidad, hijo.


- Jigie lo mira en silencio, como esperando un final redentor -


Pero no te preocupes - terminó diciendo el padre - esta guerra acabará muy pronto cuando nuestro héroe Mauro venga a juzgarlos y expulse a los malos espíritus al mundo donde pertenecen y así nosotros volveremos a vivir en paz en jee, nuestro hogar, nuestra selva.



Aquel bosque proscrito


No sé cómo empezó todo, pero un día desperté con la idea justo en la punta de mi lengua. Luego de sopesarla, decidí cultivarla. Elegí el agreste bosque que queda a pocos metros del patio trasero de mi casa. Encontré el lugar ideal contiguo a un sendero que rodea una diáfana laguna, entre arbustos, hojarasca y bajo los frondosos sauces procurando que nadie se entere. 


La sembré con delirio, la regué, le puse abono natural, le construí un poderoso cerco y al séptimo día, como había pronosticado, comenzó a brotar. La cuidé ávidamente como un desvariado inventor y pacientemente esperé.

Pasaron largos meses, todas las estaciones del año sucumbieron sobre el preciado retoño. Poco a poco la vi salir tímidamente del cascarón de la semilla y me deleitaba con su sinuoso desenvolvimiento en cámara lenta, en una sublime cadencia pocas veces captada por el ojo humano.


Lentamente crecía. Todos los días era un clímax reverdeciendo su anatomía. Al principio destilaba pronunciadas formas y texturas de piel y hierba amalgamadas de una forma inusual. Otras veces amanecían extremidades féminas; dedos, dorso, pelvis, un vértice de rodilla, nariz, una fracción de un seno, tobillo, muñeca, codo, etc. en suave consistencia fetal finamente tejida en vegetativa dermis.


Crecía finísima, delicadamente tallada por suerte de quien sabe qué fuerza. Mi fascinación era tal que no cuestionaba su naturaleza ajena a los principios de la formación biológica humana y del origen de la vida en todo su crisol. Sólo me interesaba verla crecer sin importar el costo ni ética, cual déspota forjador de quimeras.

El proceso de gestación de semilla a retoño equivalía poco más que el de un ser humano y, la duración de su crecimiento equivalía al de un cogollo de almendra, hasta la edad en que debutan sus primeras hojas translúcidas.


Para mi dicha creció exquisitamente esculpida, como labrada por manos de algún genio de la misteriosa naturaleza dual flora-humana, satisfaciendo los frenéticos caprichos de este servidor.


Crecía con una increíble rapidez, se alargaba nítido su rostro, se estiraban sus extremidades simétricamente con sus proporciones. Se desarrollaban sus senos de acuerdo al volumen de su dorso y hombros, se ensanchan sus caderas, sus piernas se alargaban, brazos y manos y se dejaba entrever una cintura bien distribuida en su centro y órbita. A pesar de poseer un cuerpo esbelto y frágil, su particular forma de convivir con el medio natural le daba los frutos necesarios, sin esfuerzos agregados, que marchiten su fina constitución.


No fue necesario enseñarle trucos para asumir la naturaleza, pues, la criatura ya traía una predisposición genética tan versátil para desplegarse y habituarse con una fantástica facilidad al agreste hábitat y a todos los nichos ecosistémicos. Conocía toda la cadena trófica con una genialidad bien dotada. Disponía de algún código natural que la hacía mimetizarse con las plantas cuando creía necesario, e incluso se condicionaba ágilmente a la naturaleza bruta del ser humano para ejercer técnicas de sobrevivencia como preparar fuego con rocas, bucear bajo el agua a respiración moderada, afilar piedras, cortar y usar hiedras para cazar, seleccionar instintivamente ciertas plantas, bayas y semillas para uso alimenticio, cosmético y terapéutico.


Fue estimulante encontrar entre la maleza, contiguo a una quebrada; vestigios de hollín, huesos de pequeños animales del monte, hierbas quemadas y espinazos de peces distribuidos en rústicos altares de piedra. Nunca le pregunté de su nueva condición cosmogónica, pero reafirmé mis sospechas al develar su lenguaje, ya que articulaba nociones místicas e inusuales elucubraciones terrenales. Hablaba de la importante colaboración entre el micelio de los hongos y las raíces de los árboles para comprender el uso curativo de las semillas, hojas y frutos del bosque. Decía que los árboles nos cuentan sus secretos y para escucharles es necesario cuidar los suelos. 


Un día me habló de la importancia de tallar rocas y piezas de madera para representar las energías de la montaña y de la vital importancia de la recolección para ciertas prácticas rituales que había revelado en los meditabundos peregrinajes que acostumbraba realizar en los recónditos senderos de aquel bosque.


Una tarde al anunciarse el crepúsculo detrás de la arboleda, luego que regresaba desnuda de la laguna como de costumbre, con los mechones de su sedosa melena empapada destilando gotas de agua sobre sus voluptuosos senos, y, con tres peces atravesados en su favorita lanza de madero de guayabo; le dije que el bosque era su hogar, que el mundo podía enseñarle mucho pero debía aprender a elegir libre pero sabiamente. También le mencioné que el único fruto prohibido de la naturaleza era su naturaleza misma y que, por su propio bien y del bosque, esta hechizante simbiosis no debía ser nunca revelada.

Esa noche frente a la fogata, mientras comíamos salmón asado, me miró fijamente con sus grandes ojos brillantes. Era evidente que algo había detonado en su ser; era una mirada que vaticinaba un episodio colmado de ansias, curiosidad e inciertas pero osadas experiencias.


Regresé al día siguiente, recorrí el sendero plagado de rosas, mariposas y colibríes donde ella acostumbraba acostarse de bruces sobre las flores cada atardecer y desde ahí con edénica inocencia, le ponía nombres a todos los animales del bosque. 

La busqué entre los sauces, el arroyo, la laguna, en su casa en el árbol y no la encontré. Sin decir nada, súbitamente se echó a volar.


Luego de muchos amaneceres y de circulares veranos e inviernos en que muchos animales cambian de piel, unos anidan por largas temporadas en cuevas, otros migran, regresan; algunas flores desaparecen, se cristalizan, otros estallan y se recrean continuamente. Generaciones nuevas que eran nominadas por ella con nombres distintos. Después de muchos soles y muchos vientos cardinales supuse que ella estaría aprendiendo más de lo debido y, yo mismo, sonreía con desenfadada soltura. Lo que no sabía era cuando regresaría, ¿Y si decide quedarse con los humanos? - me preguntaba. ¿Y si descubre que por su exótica naturaleza, ella supera la capacidad de digerir conocimiento, experiencia y placeres más que los mismos humanos?. Por tal razón, ¿Qué tal que prefiera descubrirlo todo y revele lo superficial, miserable y vacío del mundo?


Temía que ella descubriera eso, porque omití hablarle de ese delicado punto de la degradación humana, ya que ella podría ser víctima de una bíblica expulsión y ser confinada para siempre a este bosque.


La busqué y esperé religiosamente en todas las intimidades silvestres del bosque, en quebradas y viejos senderos poblados de maleza y un día de primavera, regresando de entre la espesura, una tarde templada en que la bruma apenas pellizca el atardecer, la encontré cantando feliz entre unos árboles de sauces, curiosamente cubierta con efímeras prendas que ocultaban sus bien dibujados atributos de criatura del bosque.


No les diré detalles de su olímpico viaje por aquellos alucinantes lugares del mundo; entre ciudades muy cosmopolitas, urbes rebosantes de contrastes e imaginarios diversos, también pueblos místicos y culturas excéntricas como ella. Pero puedo resumir que conoció todas las delicias paganas, profanas, mundanas y saboreó lo inimaginable sin salpicar su orgullo. Regresó iluminada, el rictus dibujado en su boca y la cadencia voluptuosa en su caminar, revelaban su apoteósica experiencia terrenal.


Nunca supe su verdadera razón, pero desde que regresó, ella misma eligió no salir de este bosque. Tampoco sé por qué, en su afán de ponerle nombre a los seres no humanos del mismo, a mi me ha bautizado con el nombre Adán.



Carta a Pitufina


Querida Pitufina,


La última vez que visité tu aldea, allá en los altos montes encantados, detrás de la cascada risueña con su poza cristalina donde acostumbras nadar desnuda lo suficientemente lejos del resto de Pitufos. Recuerdo que en ese mismo salto de agua varias veces dejaste entrever tu fina silueta celeste al soslayo de los ojos lascivos de algunos Pitufos que nadaban en compañía del anciano de la aldea. No me olvido que mientras ellos te cuidaban con recelo de este curioso forastero, al que tachan de extraño por anotar cada cosa en su libreta, yo aprovechaba para platicar con el abuelo. A pesar de que nunca encontré la información que esperaba, reconozco que mi corta estadía fue una rica experiencia etnográfica.


Sin embargo, pese a mi efusiva estancia, me quedé con muchas dudas respecto a la impenetrable cultura sexual que caracteriza a esta comunidad de Pitufos, que, hasta donde tengo entendido: es la única en este bosque. ¿Será realmente la única?


Bueno. Este es mi tercer día de camino en este agreste bosque. Sigo el curso de los arroyos para llegar a la aldea, pues, estos son los únicos referentes que tengo para arribar al punto de quiebre de la cascada,  luego de atravesar esas planicies surrealistas atestadas de árboles inertes habitados por hombrecitos grisáceos y aquel cementerio de troncos huecos donde algunos gnomos se ocultan.


Nunca pregunto referencias a los aldeanos, aunque puede que esto sea un método imprescindible, pero, tengo buenas razones para no consultar nada y te las quiero confesar: emprendí este viaje solo, a pesar de que algunos antropólogos, biólogos, religiosos y aficionados a una supuesta serie de televisión que los remeda, me han solicitado las coordenadas del lugar. 


Para variar, últimamente me han pedido enfáticamente apoyo para realizar expediciones aparentemente científicas. Pero siempre rechazo sus ofertas. No cedo de ninguna manera mis datos, ya que dudo mucho de las intenciones de esas personas.


He escuchado historias extrañas en boca de algunos de ellos. Por ejemplo, hay fanáticos religiosos que aluden el color azul de sus pieles al tono dérmico de los bebés que han muerto sin haber recibido el sacramento del bautismo y que desafortunadamente partieron al purgatorio así, sin más, lo que los convierte en pecaminosos edénicos. Pero según ellos, ustedes son criaturas que portan el pecado original.


También escuché desvariadas elucubraciones sobre los oficios que ustedes ejercen en su aldea, según los cuales son representaciones de los pecados veniales. Para colmo, dicen que las danzas que ustedes celebran tomados de las manos alrededor de las fogatas, simbolizan los ritos paganos de herejes en tiempos del medioevo. Incluso, han dicho que vos sos una creación del fantasma de un dominico inquisidor llamado Gargamel que supuestamente te inventó para usarte como señuelo para atrapar Pitufos mediante furtivas persecuciones. 


En fin, ya te podrás imaginar. 


Pero lejos de esos juicios infundados, mi interés en llegar a tu aldea por segunda vez, no es para corroborar esas ridiculeces. Al contrario, mi interés es puramente investigativo y no rayo en el morbo desmedido ni en la especulación malintencionada. 


Pitufina, lo que a mi me intriga saber es por qué mantienen oculta su forma de emparejarse. Te lo explico. La primera vez que estuve conviviendo con ustedes, ¿Te acordás?. Jamás noté un rito de cortejo entre vos y los demás Pitufos machos, a pesar que te celaban escandalosamente conmigo como a una abeja reina. Otra cuestión que llama fuertemente mi atención, es que vos sos la única Pitufa hembra en la aldea y en esos tres meses que conviví con ustedes: jamás escuché mencionar la existencia de otra Pitufa.


Bueno, no sé si existen otras Pitufas en otras aldeas de Pitufos. Pero creo que ya me has aclarado que no existe otra aldea.


No quiero sonar pretencioso, pero no logro imaginar cómo reproducen su especie. Y es que el presunto estilo de cubrición, - demasiado hermético, la verdad - no encaja en ningún tipo de comunidad con ritos de apareamiento excéntricos que he conocido de primera mano e investigado en la literatura del parentesco. Por ejemplo, no sé si existen matrimonios propiamente dichos, pero tengo la certeza de que si existieren, serían indiscutiblemente endogámicos, pues, presuntamente ustedes son la única comunidad de Pitufos en todo este bosque. ¿Cierto?


Luego de esa simple deducción basada en mi flagrante observación, no alcancé mayores avances, ya que todo el tiempo evitaste mis preguntas sobre este tema y yo interpreté tu actitud como un edénico pudor, propio de la idiosincrasia moral pitufesca, ya que te ruborizabas estirando tu vestido y te mecías cual pintoresca mojigata.


Para colmo ni siquiera los jocosos Pitufos respondieron mis dudas y se extendían en triviales excusas que mejor prefería espiarlos detrás de los matorrales cuando se iban con vos a recolectar semillas o, algunas noches, luego de los cantos alrededor de la fogata, me asomé un par de veces a la ventana de tu colorida casita fúngica para pillarte coitar con algún Pitufo.


No te preocupes, nunca alcancé a verlos en la intimidad, pero te confieso que algunos gnomos y un gato metiche llamado Azrael, me contaron que ellos te han visto en las cañadas hasta con veinte pitufos en excitantes orgías en noches de claros de luna, lo cual no es información de fiarme viniendo de fuentes a las que tuve que pagarles con insumos de gran valor para mí; plumas, libretas, repelentes, lámparas, galletas, vitaminas, analgésicos, inyecciones y otros artículos de viaje.


Como te repito, no logro clasificar sus formas de aparearse en ningún modelo de parentesco conocido hasta el momento. No sé si es una poliandria matrifocal que consiste en heredar un estatus superior a sus descendientes hembras sobre los machos, el cual posiblemente sea transferido de forma matrilineal ó si es una estructura elementalmente patriarcal donde el agente activo es el anciano de la aldea, al que ustedes llaman Papá Pitufo, quien posiblemente tiene la exclusividad de aparearse con la hembra para reproducir la especie y por consiguiente, eso le otorga a la Pitufa lactante un estatus igual de importante en la comunidad. ¿Me explico?


Pero siendo así, me surgen encrespadas preguntas, ¿Dónde están los bebés?, ¿Acaso practican el infanticidio de hembras en un tiempo determinado hasta que la matriarca envejece o culmina el período de lactancia?


En este caso se preserva el estatus finito de la matriarca hasta una edad avanzada -y sólo hasta entonces- ésta es sacrificada para al fin heredar su estatus a su nueva descendiente hembra. ¿Cierto? ¿Qué piensas de eso?


Considerando acertadas estas hipótesis y partiendo del principio de la poliandria matrifocal o la del agente patriarcal - matrifocal indistintamente; no se me hacen en lo absoluto descabelladas, ya que la teoría de que te arrogues el apareamiento con todos y cada uno de los Pitufos de la aldea, pero selecciones  solamente a uno para que te fecunde en los albores de la senectud, muy probablemente, en esa soberana potestad copulativa, elijas del mismo modo a uno del harén para cualquier tipo de antojitos, lo cual no parece ser virtud de la Pitufina que conocí la última vez.


Espero llegar pronto para que tendidamente platiquemos. Si te apetece, vos vas a ser mi única informante (sin Papá Pitufo). Házmelo saber en cuanto llegue. 

60 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comments


bottom of page